MORTAJA

Hay veces en que me quedo dormido entre la niebla hasta que te veo llegar vestida con las enredaderas  que nacieron en la tapia que separó a tu corazón del mío. Tú sonríes junto a la mortaja y finges que el hedor no te provoca el vómito más deprimente.
 
A cambio de tu constancia yo me calzo uno a uno los huesos y salgo a buscar flores en una tumba cercana para ofrendarte algo que no tenga relación con mi inmundicia.
 
A veces me equivoco y confundo una tibia por un cúbito, entonces caigo al piso para seguir mordiendo el polvo. Me esfuerzo para sonreír y comienzo nuevamente el rompecabezas. Maestro del sarcasmo, tomo el cráneo y lo coloco al lado izquierdo del esternón para simular el eco de esa caja musical que una vez te hizo bailar en la rivera del amor.
 
Tú te dejas llevar por el juego y me desgranas un par de costillas, otras veces corres entre la maleza y te escondes para que te busque. Cuando nos cansamos de las travesuras volvemos a la tumba para escribir un poema sobre ella usando un tallo reseco y el lienzo polvoriento que en noches vacías me cubre del frío.
 
En la imagen de la muerte no se teme al primer beso sino a la prolongación del mismo, por eso te dejo partir sin una caricia, para no encontrarte defectos que más tarde se conviertan en desprecio. Y sobre todo para que cuando te instales definitivamente en este cementerio no nos veamos como dos extraños a los que la vida siempre les apestó.